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Mi abuelo sobre la década del 20 del siglo pasado, recién llegado a Cuba

Mi abuelo, recién llegado

José era casi imberbe y usando una artimaña había conseguido la firma necesaria para dejar Galicia, evadiendo el servicio militar que lo condenaba a pelear una guerra que no le interesaba en las arenas de Marruecos. Pero su engaño no fue esta vez lo suficientemente bueno y su padre lo desarmó rápidamente. No le quedó otra alternativa que reconocer que se embarcaba a Cuba, empujado por la pobreza y la desesperación, como tantos y tantos que vinieron. Yo lo conocí ya con la paz merecida de un sueño de ultramar convertido en familia. Era un árbol bien plantado en medio de los días: no le iba quedando mucho más que velar, salvo lo que cupiera debajo de su sombra. Estaba entre nosotros como la piedra original, como nuestro pequeño Padre Creador. Detrás de mi abuelo no había un más atrás que pudiera acercar ninguno de nosotros. Podíamos contar el pasado sólo hasta la orilla de sus canas, porque realmente abuelo vino para que nuestra historia fuera de él hacia el futuro. Hacia lo que somos hoy.

Cuando le pedía que me contara de lo que algún día dejó, terminaban siempre mi interés y mis preguntas tomando otro camino, sin ser yo precisamente el que lo deseara o escogiera. Después, con el tiempo vencido, comprendí que no supe nunca muchos detalles porque era mi abuelo parte del drama violento y desgarrante de la emigración y el desarraigo. Su suave tendencia al silencio no era más que su refugio contra la marca indeleble con que se sella la pérdida –voluntaria o no- de la raíz humana. Así que detrás de su seriedad, respiración cansada y grandes manos que habían trabajado el mundo se escondía y acunaba, muy adentro, la sentida memoria.

Era un cocinero excepcional. Había sido maestro de los principales restaurantes de la ciudad y de los coches ferroviarios Santiago – Habana de la Cuba capitalista. La profesionalidad se le quedó prendida y tuve el privilegio de que en mi mesa nunca faltaran la precisión y la elegancia. Sabía deshuesar magistralmente y con la misma habilidad que quebraba un hueso separaba el blanco y el oro de una naranja bajo el imperio de un afilado cuchillo. Entre carnes, arroz, potajes y postres entendí que el hombre debe respetar la mejor obra que es capaz de hacer, porque eso se es, después de todo. Él sentía además la satisfacción de ponerse diariamente al servicio de los otros. Esta combinación de la dicha lo acercó al esquivo camino de la realización humana, algo que vino a buscar desde muy lejos y tuvo que ir armando desde abajo. Buscaba modestamente su perfeccionamiento personal de una forma incansable y autodidacta. A pesar de su origen humilde –procedía de una mínima aldea en Sierra de Outes- llegó a ser una persona medianamente culta. Hablaba el castellano con soltura y una cadencia que no se alteraba con facilidad. Ya ancianito se ayudaba de una lupa para leer los libros y la prensa, a la que prestaba atención cada mañana. No era muy efusivo, pero su cariño penetraba. No recuerdo a su lado ningún momento de inseguridad, quizás porque poseía un carácter fuerte en el que conjugaba sabiamente paciencia e integridad. En una ocasión se le dio a todos los emigrantes naturales la posibilidad de viajar a su lugar de origen. Los nietos rodearon al abuelo y este dijo solo una palabra: no. Forzamos al límite su tolerancia y con su limpia serenidad justificó: yo vine con la intención de enviar dinero, pero todo aquí fue siempre muy difícil para mí, y si nunca pude mandar un duro, no regreso…. Hay momentos en la vida que tomamos dosis de dignidad que no olvidamos nunca, aunque quizás tengan que pasar algunos años para que al fin entendamos. Cuando maduré me di cuenta que mi corazón de infante nunca me engañó cuando sentía que estaba con alguien que era distinto a lo demás que me rodeaba y me impulsaba a disfrutarlo a plenitud.

La última vez que lo vi, dormía. No intuí en ese momento que no estaría en su compañía nunca más. Pospuse la conversación para cuando despertara. Lo contemplé por un minuto y salí de la sala del hospital. Pero esta vez el engaño del abuelo sí fue lo suficientemente bueno y pudo irse tranquilamente, sin que lo viera alejarse por su último camino. Por un instante no acepté que se me fuera así, dejándome con mil palabras por decir. Pero hasta en ese momento de dolor me dejó como presente lo que su espíritu había llevado a cuestas toda su vida: aquellos que hemos amado se van con nosotros a todos los lugares. Todo lo que hasta hoy he sido es una interminable conversación con mi abuelo.