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La calle estaba oscura, mal iluminada por mustios faroles. Levanté una espada con ambas manos sobre mi cabeza y le fui encima con rabia e intención de partirla al medio. Una voz en off gritó: ¡COOOOOORTEN!. Entonces ella se lanzó al asfalto, muerta de risa, una risa que era incapaz de controlar. Pataleaba, se revolcaba ante mi ridiculez. Yo la tomé del brazo huesudo e intentaba levantarla diciéndole que nos fuéramos. Sacarla del piso era más un hecho de intención que un hecho posible pues el esqueleto era inmenso y de metal brillante y frío que relucía bajo las luces amarillas. Al fin, dejó de reírse de mí, se puso de pie y caminamos juntos. Su cadera quedaba a la altura de mi hombro y su mano se apoyaba tranquilamente en mi hombro derecho. Era un sentimiento pesado en la parte superior del cuerpo, sin embargo, yo lograba caminar bien, como si la mole fuera perceptible solo de la cintura hacia arriba. Podía sentir las piezas de su cuerpo por debajo de su manto. No estaba asustado, caminábamos como amigos. Llegamos a la esquina y tomamos la calle siguiente, pero vimos que un grupo de personas venía en nuestra dirección. ¡Espera, te reconocerán!, exclamó. Y tuvo una idea. Se quitó su manto negro y áspero y me lo colocó a mí. Por supuesto, yo quedaba chico dentro de tanto espacio, y no veía nada al principio pues aún me lo estaba acomodando. Sentía sus dedos largos y duros extendiendo su tiniebla sobre mí. Quedó entonces mi cabeza como la suya cuando ella lo lleva, bajo una capucha de sombras, y pude ver al grupo que se acercaba, pasaba por nuestro lado y no reparaba en nosotros dos. Su plan había funcionado. Volvió a reír aparatosamente y en medio de sus carcajadas desperté.