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Tejiendo en al distancia – 2. Amalia Arrieta desde Diario de una hedonista

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Una apuesta arriesgada

Entreabrió la ventana. La calle polvorienta estaba desierta. Al parecer, nadie lo había visto entrar como una tromba a su casa. Volvió al interior, acercó un taburete y se puso a meditar. Había decidido vivir un poco apartado del resto de las viviendas del embarcadero. Aquel que trajo al niño debe haberlo dejado allí precisamente por eso y tiene que haber sido en la madrugada, mientras él pescaba en alta mar. No tenía la menor idea de quién y por qué a él, quizás ni lo conocían y aprovecharon que su casa estaba sola y apartada para allí abandonarlo.

Examinó al bebé en busca de una nota o algo parecido que le revelara algún indicio. Llevaba al cuello una fina cadena de oro con un dije que representaba los pétalos de un lirio: una flor de lis. No estaba seguro si había visto antes la cadena al cuello de alguien o si era el símbolo tridente el que le parecía conocido de algún lugar. Le era recurrente pero no podía establecer exactamente ahora ese vínculo mental. Se sentía todavía demasiado confundido. Por la calidad del bordado de los tejidos dedujo que se trataba de un vástago de cuna opulenta, así que el motivo de dejarlo no era la imposibilidad de sostenerlo económicamente. La razón entonces parecía ser otra, misteriosa y compleja, que necesitaba además del amparo de la noche para ocultarse. Sabía que las monjas de la villa a veces recogían huérfanos dejados a su suerte pero siempre procedentes de familias pobres. Fray Benito venía a la capilla algunos jueves pero para eso faltaban tres días y no era una seguridad absoluta su presencia. A veces, entre semana, visitaba también La Adorada pero no podía llegar hasta allá ahora y dejar a la criatura sin amparo. Tampoco podía cargar con él a plena luz del día. Nadie le creería a un negro que había encontrado a un bebé blanco en su hamaca, pensarían que lo habría secuestrado, no tendría argumentos para defenderse ni alma que apostara por su defensa y quién sabe entonces cuál sería el destino del inocente.

Por un momento, Joaquín se sintió muy abrumado. No sabía nada de niños, pero al menos sabía que tendría que alimentarse. Era un bebé que necesitaba leche materna y pronto pegaría gritos reclamándola. Sería inútil intentar ocultarlo. Tenía que decidir qué haría, a quién llevárselo, cómo salvarlo y salvarse al mismo tiempo. A su mente vino una sola salida pero estaba consciente que quizás no fuera la mejor ni a mediado ni a largo plazo pero no vislumbraba ninguna otra alternativa. Buscó una canasta, la acolchonó con su propia hamaca amontonada y allí lo puso. Recordó en ese momento aquella historia bíblica que de niño había escuchado cuando cristianizaban a los negros esclavos sobre el bebé que su madre puso en una canasta en el agua de río, entre los juncos y allí la encontró la hija del rey. Bajó por el portalillo trasero y puso la canasta en el fondo de su barca. Su perro ya estaba sentado en la popa cuando desamarró y levantó vela. No había ninguna embarcación de porte cargando o descargando y el ambiente mañanero estaba quieto, la corriente tampoco estaba fuerte. Alguien le hizo una seña desde la fonda y él respondió con el gesto que indicaba que la señal había sido recibida: todo estaba despejado aguas arriba, ni traficantes extranjeros ni naves de la autoridad.

Como su barca era pequeña, podía ir un poco más allá de donde lo hacían otros mayores. La mañana estaba fresca, el bebé permanecía despierto. No lloraba. Sobre aquellos ojos azules que todavía no habían madurado como para ver bien el mundo, pasaba la luz del sol entre los árboles que cubrían las aguas. A cada paso la vegetación se hacía más densa y el caudal menguaba mientras se adentraba cada vez más en la tierra y se alejaba del mar. Fue bordeando bien atento cada meandro pero no se encontró con nadie en la subida. Conocía muy bien aquella parte del río y mantenía sus ojos en la tupida vegetación que lo enmarcaba, sabía que para esas alturas ya había sido visto y presentía que esta vez levantaba desagradables sospechas. Bajo una ceiba que crecía cerca de la orilla había un pequeño refugio natural muy estratégico. Detrás de su ancho tronco se ocultaba la entrada a una pequeña bolsa de agua dulce invisible desde el caudal principal. Años atrás había excavado y dado forma allí a escalones hechos en la tierra y sostenidos con maderos que le servían para desembarcar con agilidad incluso cargado, pero esta vez su canasta no llevaba mercancías. Buscó un machete que dejaba escondido al borde de un trillo que una mirada inexperta no hubiese podido encontrar y por el cual Negro ya había desaparecido en loca carrera de ascenso por senda harto conocida. Apretó la empuñadura, se reiteró a sí mismo su propósito y se perdió en el monte a enfrentar el recelo y la venganza.

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Continuación:

Tejiendo en la distancia – 4. De uvas y jazmines desde Diario de una hedonista