En mis años de universitario conocí a una docena de psicólogas que compartían un mismo cuarto. Como mujeres invertían mucho tiempo dándose atención a sí mismas: arreglaban sus uñas, trataban sus pies, desenredaban su pelo, organizaban sus cosas. A pesar de ser tantas hacían algo muy particular con la lectura que al mismo tiempo constituía un ejemplo de integralidad y cohesión del grupo. Luego de clases, cuando llegaba ese momento de paz entre el último turno y la comida, una de ellas subía a lo más alto de una litera y desde ahí leía en alta voz un libro para todas. Esto me hacía recordar a los lectores de tabaquería, oficio que todavía perdura en todas las fábricas cubanas de confeccionar habanos.
Resolvían así varios problemas. A veces el libro era codiciado pero también fiado. No podía pasar por las manos de todas las interesadas de manera individual, entonces, al leerlo de esta manera pasaba por el colectivo y podía cumplir el plazo de préstamo. La relación lector – letra impresa no se bloqueaba totalmente pues se rotaban esta tarea y a veces en una misma tarde leían varias según iban cumpliendo o cubriendo los espacios y tareas. Si esta le pintaba las uñas a aquella o la otra salió del baño cambiaban sus posiciones como un equipo de trabajo y otra continuaba la labor. Al final, todas recibían la parte física y sensorial que conlleva el leer un libro, esa relación que como humanos establecemos con el objeto que nos hace reconocerlo y recordarlo: la tipografía de sus letras, los espacios entre caracteres y renglones, el peso del volumen, la textura, rugosidad y tonalidad del papel, la calidad de impresión y encuadernación; todo eso que hace que sepamos que ese libro paso por nuestras mentes, nuestra imaginación y nuestro corazón.
Pero con este tipo de esfuerzo en grupo se quebraba una regla elemental de la lectura que otras artes no tienen: el encuentro individual, egoísta o personal -como quieran llamarlo- del consumidor con la obra creada por el artista. Si bien siempre la diversidad de emociones es muy personal un mismo grupo puede recibir de una sola vez una obra musical o de teatro, un cuadro, una escultura una película. Eso no sucede cuando leemos, a no ser, como en este caso, que el libro sea leído para un colectivo en un mismo espacio, algo que pasa poco. Pero si bien así era, cada una de ellas podía en su mundo interior imaginarse lo que escuchaba era leído según su propia imaginación, riqueza o perspectiva interior, o sea, esa esencia de la literatura que es poner a funcionar el calidoscopio individual no se perdía y eso era al fin y al cabo lo más importante. Esas muchachas iban a comer comentando la novela que juntas estaban leyendo, emocionándose con la lectura al mismo tiempo repartida, revelándose los diferentes universos que cada una veía y previendo lo que pasaría en las próximas hojas por venir.
Un libro nos hace crear dentro nuestras propias imágenes que al final son reflejo o resultado de nuestras emociones y experiencias. Por mucho que un autor sea descriptivo siempre es imposible describirlo todo y al final el espacio imaginario se llena o completa por nosotros mismos. Por eso generalmente quienes leen prefieren el libro a la versión fílmica del mismo donde muchas cosas ya son dadas e impuestas a través de lo visual.
De la trilogía de Thomas Harris que comprende El dragón rojo, El silencio de los corderos y Hannibal solo he podido leer la tercera sin embargo es de las tres versiones cinematográficas la que menos me gusta. Por supuesto, El silencio… no es por gusto una de las tres películas que han alcanzado los cinco premios Óscar más codiciados: mejor película, mejor director, mejor actor, mejor actriz y mejor guión y la única en el género terror que ha alcanzado el premio al mejor filme del año, todo esto en 1991. Dieciséis años antes el director checo Milos Forman había logrado esos cinco premios con una película de la cuál acabo de leer el libro en que estuvo inspirada: Alguien voló sobre el nido del cuco ó One Flew over the Cuckoo’s Nest del escritor estadounidense Ken Kesey. La película llevaba por título para la audiencia hispana Atrapado sin salida.
La acción transcurre en un manicomio –salvo un pequeño pasaje en el exterior- y es contada por un peculiar paciente con un importante y sorpresivo papel en la misma: un indígena haiwatha encargado de la limpieza al que llaman Jefe Escoba. Afortunadamente para mí, no he visto la película y no sabía de qué iba la historia ni cuál sería el destino de sus personajes, tampoco tenía muy claro qué actores la habían protagonizado. Me alegra no haberlo sabido hasta haber investigado después pues no debe ser fácil sacarse de la cabeza la cara de Jack Nicholson como McMurphy, al menos mi personaje central en nada se parecía en mi imaginación al inconfundible rostro del consagrado neoyorkino que ganaría con esa encarnación su primer Óscar después de cuatro nominaciones previas. Creo que de haber visto antes el filme me hubiese dejado sin opciones pues es un actor muy expresivo y en ese ambiente de blancos espacios interiores debe haber explotado mucho su gestualidad: pasaría toda la lectura viéndolo a él y no a mi propio Randle Patrick McMurphy. Con el mío me burlé cuando rompió dos veces seguidas el cristal de chequeo de la sala y luego da convincentes excusas apoyadas en la política de la institución, luego me impresioné cuando descubre que ninguno de sus compañeros prefiere huir a pesar de los maltratos pues están allí por propia voluntad. No son enfermos que están bajo infame tratamiento en el lugar que la sociedad les reserva sino que viven convencidos que son los peces ideales de ese mar y fueron puestos en este mundo para estar allí. No sé por qué pensé que de alguna manera para McMurphy todo era una temporada y al final escaparía de las garras del Tinglado, ese ente oscuro e indefinible que está ahí para manipularlos y transformarlos a todos personificado en la enfermera Ratched y sus métodos. Creí que podría marcharse cuando quisiera aunque nunca he sido un amante de los finales forzados ni felices. Queda por ver si Jack Nicholson me causa la misma impresión pero dudo que sienta la misma pena que por el malogrado aquel que se inventó mi mente.