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El Café de Nicanor

~ -en la mesa más redonda-

El Café de Nicanor

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Tejiendo en la distancia – 5. Entrega y encargo

24 lunes Sep 2012

Posted by camarero in emborronando

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Tejiendo en la distancia – 4. De uvas y jazmines desde Diario de una hedonista

***

Entrega y encargo

El origen del palenque de San Miguel se perdía en su memoria. Desde que era un niño ya se hablaba de él. Ubicado en lo más intrincado del monte, el río por un lado y los acantilados por la zona del mar convertían aquella parte de la sierra en un triángulo cerrado donde una fuerza organizada podía defenderse indefinidamente. Su madre le había contado que un negro esclavo de Nigeria, rey en África y león indomable en Cuba, se fue allá con un grupo de fieles a los que dirigió estratégicamente para una guerra de guerrillas contra los rancheadores que intentaban regresarlos al trabajo forzado. Luego crearon las bases para establecerse y vivir en libertad. La vegetación era frondosa, los caminos estrechos y traicioneros cortados por empalizadas y fosos en secuencia. Ningún blanco jamás había llegado al corazón de la guarida y muchos negros nunca lo habían visto tampoco, entre ellos estaba Joaquín, pero lo sabía cierto pues comerciaba con sus habitantes si bien solo podía llegar hasta un punto en el camino donde había un grupo de vigilancia. Realmente sus pasos eran seguidos desde mucho antes pero como era conocido lo dejaban avanzar hasta allí, pero no más. Ya nadie intentaba subir a buscar cimarrones pues casi nunca regresaba el perseguidor ni sus perros aún así fuera el más fiero de todos. Quién se adentraba en las lomas de San Miguel sin ser permitido no volvía y no pocos imprudentes caían en las trampas de diverso tipo que inadvertidas habían quedado en la penumbra cubiertas por las hojas caducas de años de resistencia. Tampoco los del palenque atacaban los ingenios y mucho menos se acercaban al poblado. Tenían una economía de subsistencia e intercambio que pasaba inadvertida en las calles de la villa. Sus miembros bajaban como fantasmas y se mezclaban como arrieros vendedores de carbón, aguadores, yerberos o libertos que venían a vender sus viandas a la plaza. Al caer la noche nadie sabía a dónde iban a parar tantos personajes que desaparecían del ambiente urbano. De ellos se comentaba que eran parte de la gente de las lomas y se les atribuyeron cualidades mágicas como el disolverse y desaparecer en las esquinas. Su líder había ido cambiando de etapa en etapa, ahora se le llamaba Salvador, pero pocos lo habían visto. Él también era un misterio del que se murmuraba.

Cada dos o tres semanas, Joaquín subía con pescado por aquel trillo, pero hacía solo unos días que lo había hecho y si algo mantenía a San Miguel en pie es que nunca bajó la desconfianza. Que anduviese por aquel lugar tan pronto estaba seguro que ya había levantado la sospecha de los alzados que debían estarlo siguiendo agazapados. Por eso mantuvo su machete todo el tiempo en guardia hasta que se topó con dos negros que le cerraban el paso, un tramo antes de llegar al punto acostumbrado.

– ¡Alto, Joaquín! ¿Qué tú hace’ aquí si vini’te ayer mismito?

El viejo levantó la vista. Tenía delante a dos guerreros con machete y fusil a la espalda, prestos a saltar sobre él al menor movimiento dudoso. Ellos sabían su nombre, él jamás los había visto, no eran de los pocos que conocía. Iba a dar una explicación cuando el niño en la canasta soltó un llanto indetenible, movido por el hambre.

– ¿Qué tú trae’ ahí? – dijo uno acercándose y pegando un salto atrás y persignándose como si hubiese visto al diablo cuando vio al bebé – ¡Un niño blanco! ¡Tú e’tá loco, Joaquín! ¿Pa qué tú trae eso aquí?

– Lo dejaron en mi barraca esta mañana, al amanecer. No sé quién. No sé qué hacé’ con él. Parece recién nací’o y se morirá de hambre.

– Si es un niño blanco, no hace na´aquí – dijo el otro guardia. Mejor lo tiramo’ por un barranco y tú no vuelve má’ pa’ allá pa’ que nadie sepa na’ nunca.

Joaquín sabía que por proteger al palenque y sus habitantes aquellos harían lo que fuese necesario, incluso matar al bebé y convertirlo a él en un prisionero de su misma gente, pero estaba decidido a morir protegiendo al infante y a su libertad de los años de salvaje esclavitud que querían cobrarse pírricamente con el recién nacido. Estaba en guardia cuando una voz que sonó firme y clara paralizó todo.

– ¡Esa decisión no les corresponde! –  y por el camino bajó una mujer de unos 40 años, vestía blusa y saya blanca, su pelo lo tenía recogido debajo de una tela que como turbante le cubría los drelos.

La acompañaba una muchacha mucho más joven que no dijo palabra y la miraba como un sirviente espera órdenes de su amo. La situación había cambiado drásticamente: los que amenazaban automáticamente se habían agachado y casi estaban arrodillados ante ella. El viejo pescador nunca la había visto ni sabía quién era.

– Déjennos solos – ordenó a los vigilantes que se perdieron de vista pero seguramente se mantuvieron cerca custodiando.

Se acercó a la canasta y tomó al niño en brazos, que todavía gritaba. El instinto materno se impuso por encima de la diferencia racial y la matrona negra ahora protegía al pequeño e interrogaba al extraño portador. Sus maneras eran finas, su lenguaje instruido. Parecía una de esas esclavas que sirven en algunas casas de blancos y que han sido preparadas para recibir a las visitas más exigentes. Sin duda era alguien respetada en el palenque.

– Sé quién eres, Joaquín. Yo soy la mujer de Salvador,  por eso viste a esos obedecerme. Escuché que encontraste a ese niño en tu cabaña. ¿No sabes nada de él? ¿Quién es su madre o su padre?

– No lo sé, señora, na’ ma’ que sé lo que dije. Lo traje porque si no lo hacía, moriría. No tengo cómo alimentarlo y no sabía que ma’ hacé.

La doña le pasó el bebé a su criada y al hacerlo reparó en la cadenita con la flor de lis que llevaba al cuello. La sostuvo entre sus dedos y sus pensamientos volaron a alguna parte en ese instante. Se quitó luego dos collares de santería que llevaba, uno de cuentas azules y blancas que añadió a los resguardos de la criatura y otro blanco y amarillo que le puso en las manos al viejo.

– Joaquín, tú seguro conoces en la villa al doctor Don Antonio Luaces, ve y dale este collar de mi parte sin mediar palabra, él sabrá qué hacer.

Para hacer más incompresible y enigmático todo, aquella mujer salida como una orisha del monte le entrega un símbolo de su religión y le dice que lo lleve a un blanco, muy conocido y respetado en la villa, católico y masón. No quiso preguntar lo que no le responderían ni le tocaba, solo indagó por la vida del pequeño:

– ¿Y el niño? ¿Qué pasará con él?

– Vivirá – dijo ella y retomó camino a la maleza.

Todavía incrédulo y sin mucho que poder hacer, se quedó el viejo en medio del trillo, paralizado con el collar en su mano. Ella lo miró, reconoció su duda y reafirmó sus palabras.

– Ya dije que vivirá, ahora ve y cumple mi mandato.

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Tejiendo en la distancia – Próximamente

21 viernes Sep 2012

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El origen del palenque de San Miguel se perdía en su memoria. Desde que era un niño ya se hablaba de él. Ubicado en lo más intrincado del monte, el río por un lado y los acantilados por la zona del mar convertían aquella parte de la sierra en un triángulo cerrado donde una fuerza organizada podía defenderse indefinidamente…

Próxima entrega: lunes 24 de septiembre

Tejiendo en la distancia – 5. Entrega y encargo

Previamente:

Tejiendo en la distancia – 1. El encuentro
Tejiendo en la distancia – 2. Amalia Arrieta desde Diario de una hedonista
Tejiendo en la distancia – 3. Una apuesta arriesgada
Tejiendo en la distancia – 4. De uvas y jazmines desde Diario de una hedonista

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Tejiendo en la distancia – 3. Una apuesta arriesgada

30 viernes Mar 2012

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Tejiendo en al distancia – 2. Amalia Arrieta desde Diario de una hedonista

***

Una apuesta arriesgada

Entreabrió la ventana. La calle polvorienta estaba desierta. Al parecer, nadie lo había visto entrar como una tromba a su casa. Volvió al interior, acercó un taburete y se puso a meditar. Había decidido vivir un poco apartado del resto de las viviendas del embarcadero. Aquel que trajo al niño debe haberlo dejado allí precisamente por eso y tiene que haber sido en la madrugada, mientras él pescaba en alta mar. No tenía la menor idea de quién y por qué a él, quizás ni lo conocían y aprovecharon que su casa estaba sola y apartada para allí abandonarlo.

Examinó al bebé en busca de una nota o algo parecido que le revelara algún indicio. Llevaba al cuello una fina cadena de oro con un dije que representaba los pétalos de un lirio: una flor de lis. No estaba seguro si había visto antes la cadena al cuello de alguien o si era el símbolo tridente el que le parecía conocido de algún lugar. Le era recurrente pero no podía establecer exactamente ahora ese vínculo mental. Se sentía todavía demasiado confundido. Por la calidad del bordado de los tejidos dedujo que se trataba de un vástago de cuna opulenta, así que el motivo de dejarlo no era la imposibilidad de sostenerlo económicamente. La razón entonces parecía ser otra, misteriosa y compleja, que necesitaba además del amparo de la noche para ocultarse. Sabía que las monjas de la villa a veces recogían huérfanos dejados a su suerte pero siempre procedentes de familias pobres. Fray Benito venía a la capilla algunos jueves pero para eso faltaban tres días y no era una seguridad absoluta su presencia. A veces, entre semana, visitaba también La Adorada pero no podía llegar hasta allá ahora y dejar a la criatura sin amparo. Tampoco podía cargar con él a plena luz del día. Nadie le creería a un negro que había encontrado a un bebé blanco en su hamaca, pensarían que lo habría secuestrado, no tendría argumentos para defenderse ni alma que apostara por su defensa y quién sabe entonces cuál sería el destino del inocente.

Por un momento, Joaquín se sintió muy abrumado. No sabía nada de niños, pero al menos sabía que tendría que alimentarse. Era un bebé que necesitaba leche materna y pronto pegaría gritos reclamándola. Sería inútil intentar ocultarlo. Tenía que decidir qué haría, a quién llevárselo, cómo salvarlo y salvarse al mismo tiempo. A su mente vino una sola salida pero estaba consciente que quizás no fuera la mejor ni a mediado ni a largo plazo pero no vislumbraba ninguna otra alternativa. Buscó una canasta, la acolchonó con su propia hamaca amontonada y allí lo puso. Recordó en ese momento aquella historia bíblica que de niño había escuchado cuando cristianizaban a los negros esclavos sobre el bebé que su madre puso en una canasta en el agua de río, entre los juncos y allí la encontró la hija del rey. Bajó por el portalillo trasero y puso la canasta en el fondo de su barca. Su perro ya estaba sentado en la popa cuando desamarró y levantó vela. No había ninguna embarcación de porte cargando o descargando y el ambiente mañanero estaba quieto, la corriente tampoco estaba fuerte. Alguien le hizo una seña desde la fonda y él respondió con el gesto que indicaba que la señal había sido recibida: todo estaba despejado aguas arriba, ni traficantes extranjeros ni naves de la autoridad.

Como su barca era pequeña, podía ir un poco más allá de donde lo hacían otros mayores. La mañana estaba fresca, el bebé permanecía despierto. No lloraba. Sobre aquellos ojos azules que todavía no habían madurado como para ver bien el mundo, pasaba la luz del sol entre los árboles que cubrían las aguas. A cada paso la vegetación se hacía más densa y el caudal menguaba mientras se adentraba cada vez más en la tierra y se alejaba del mar. Fue bordeando bien atento cada meandro pero no se encontró con nadie en la subida. Conocía muy bien aquella parte del río y mantenía sus ojos en la tupida vegetación que lo enmarcaba, sabía que para esas alturas ya había sido visto y presentía que esta vez levantaba desagradables sospechas. Bajo una ceiba que crecía cerca de la orilla había un pequeño refugio natural muy estratégico. Detrás de su ancho tronco se ocultaba la entrada a una pequeña bolsa de agua dulce invisible desde el caudal principal. Años atrás había excavado y dado forma allí a escalones hechos en la tierra y sostenidos con maderos que le servían para desembarcar con agilidad incluso cargado, pero esta vez su canasta no llevaba mercancías. Buscó un machete que dejaba escondido al borde de un trillo que una mirada inexperta no hubiese podido encontrar y por el cual Negro ya había desaparecido en loca carrera de ascenso por senda harto conocida. Apretó la empuñadura, se reiteró a sí mismo su propósito y se perdió en el monte a enfrentar el recelo y la venganza.

***

Continuación:

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Tejiendo en la distancia – Próximamente

28 miércoles Mar 2012

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Entreabrió la ventana. La calle polvorienta estaba desierta. Al parecer, nadie lo había visto entrar como una tromba a su casa. Volvió al interior, acercó un taburete y se puso a meditar. Había decidido vivir un poco apartado del resto de las viviendas del embarcadero. Aquel que trajo al niño debe haberlo dejado allí precisamente por eso y tiene que haber sido en la madrugada, mientras él pescaba en alta mar…

Próxima entrega: viernes 30 de marzo

Tejiendo en la distancia – 3. Una apuesta arriesgada

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Tejiendo en la distancia – 1. El encuentro
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Tejiendo en la distancia – 1. El encuentro

08 jueves Mar 2012

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Joaquín enrumbó su barca hacia la costa con el fresco amanecer después de una buena noche de pesca. Se iba al mar básicamente por placer. Lo hechizaba la calma, la luz de su fanal abrillantando las oscuras aguas, la soledad que se disfruta en el eterno balanceo de las olas. Aunque ya tenía 60 años no sentía miedo en lo lejano. Iba siempre acompañado de su perro al que llamaba por el color de su pelo: Negro. Y negro era él mismo, pero liberto. Hijo de esclava pero nacido libre pues su madre obtuvo esa condición trabajando para el ama del ingenio La Adorada aunque decidió quedarse allí y seguir trabajando como doméstica hasta el final de sus días. Él, adolescente, quiso salir de la hacienda y hacerse una casita sobre pilotes en la caleta que estaba cerca del embarcadero del pueblo. Allí se asentaban algunos pescadores y pequeños comerciantes dueños de rudimentarios almacenes que gritaban a voces el secreto del comercio de contrabando con las goletas francesas e inglesas, comercio que hacía florecer la villa que estaba quince leguas tierra adentro.

Tomó la boca del río y se adentró en su curso al sortear las corrientes de la desembocadura. Al pasar el primer gran recodo avistó los muelles del embarcadero y su casita, un tanto aislada de las demás. Su intención era continuar hasta la fonda para rellenar su garrafa de aguardiente pero Negro gruñó y se puso en guardia al pasar frente a la vivienda que iba quedando atrás. Sin pensarlo dos veces, Joaquín desvió la barca con un ajuste de sogas y un giro preciso de la vela, aseguró la embarcación y se trepó al portalito trasero que le servía para acceder directamente desde el río. No le gustaba el comportamiento de su perro que seguía enseñando los dientes, amenazante. Algo pasaba en el interior, un extraño dentro de ella, quizás. Sabía de comentarios de bandolerismo en la zona y que algunos corsarios franceses se pasaban de atrevidos y parte de su tripulación a veces pretendía sacar más del comercio ilegal desvalijando alguna pobre posesión.

El viejo desenvainó su filoso cuchillo, algo más largo que el tradicionalmente usaban los pescadores y por unos instantes se quedó inmóvil, esperando percibir algún movimiento, pero nada se sentía detrás de las ventanas y la puerta. Pateó la madera e irrumpió en su íntimo territorio. Lo que vio detuvo su impulso con la misma violencia con que este había venido: desde la media luna de su hamaca un bebé de piel blanca y profundos ojos azules lo miró sin asustarse, levantando sus manitas y agarrándose al vacío.

***

Continuación:

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