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El Café de Nicanor

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El Café de Nicanor

Archivos de etiqueta: universidad

Santiago y la vida

14 viernes Feb 2014

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cuba, período especial, poesía, santiago feliú, trova, universidad

Homenaje a Santiago - Foto de Kaloian Santos Cabrera

Homenaje a Santiago – Foto de Kaloian Santos Cabrera

Entré en la Universidad a estudiar arquitectura en 1992 y terminé en 1997. Fueron esos los años más duros de la crisis económica pero nunca dejaron de ser años especiales de buenos recuerdos que viví y recuerdo con tierna y dulce intensidad. Las carencias eran increíbles, varias veces fuimos colgados de una guagua para regresar después caminando los ocho kilómetros que nos separaban de la ciudad porque no había en qué volver. Podías dormir en medio de la carretera, no había gasolina, no habían carros. No había nada. Lleva a tu cabeza lo que quieras, eso que estás pensando, no había.

Asistir a clases era un martirio que partía de la malísima alimentación del momento pasando por los incalificables apagones que nos hacían trabajar toda la madrugada para al amanecer partir al aula de conferencias. Alumnos y profesores competíamos en delgadez y ropa modesta, éramos el reflejo del maltrato material y espiritual del momento que nos envolvía. Dejamos de hacer maquetas porque no había ni cartón ni pegamento, cosas tan básicas no existían. La misma ropa y zapatos de clases era muchas veces la misma de educación física o trabajo social en el campo. Todo carecía de su valor original porque todo, como dije ya,  era algo que no había. Estábamos nosotros y de milagro.

En uno de mis cumpleaños vino mi amigo Ernesto Gabriel con un cassette a traerme un regalo. Silvio acababa de lanzar su disco homónimo, en que volvía a la guitarra como único acompañante y a mí me gustaba mucho una canción en especial que había escuchado por radio. Yo tenía una grabadora que amplificaba con un tareco viejo de la desmoronada Checoslovaquia que vomitaba por un solo bafle escandaloso e incómodamente vibrante. El socio llegó con un poco de alcohol para tomar y nos sentamos en el portal a escuchar a Silvejo, como le decíamos. Oye, ¡Quién fuera! está ahí, verdad. No, no está, no sé por qué parece que el disco está incompleto. Ah, carajo, qué casualidad. Seguimos hablando y disfrutando yo aquel regalo que era en sí una pintura mural de la época. Parece quizás algo muy espiritual de parte de mi compañero de carrera, pero no sería objetivo desligarlo de la crueldad de la mitad de los 90 en Cuba. ¿Qué carajo me iba a regalar? ¿Con qué dinero? No había ninguna de las dos cosas: ni nada para regalar ni dinero suficiente para comprarlo si es que aparecía. Entonces, después de nueve canciones, empezaron unos acordes que yo conocía y el otro empezó a reírse. ¡Coño, maricón! ¡Me dijiste que no estaba! Y empezó a sonar su regalo de cumpleaños de algo más de cinco minutos. Al final, cuando se acabó la cinta y el venenito alcohólico, se fue. Tenía que devolver el cassette que le habían prestado solo para esa tarde. ¿De dónde iba a sacar uno para grabar el disco y regalármelo? Eso estaba fuera de toda posibilidad, lo único que podía hacer era compartir conmigo el oírlo y llevarlo de vuelta. Así eran aquellos tiempos de irracionales, complicados, crueles como dije ya.

En tercer año un trencito vino a aliviar un poco la aventura de ir y regresar a la Universidad Central Marta Abreu de las Villas. Ernesto vivía cerca de la estación y yo dejaba allá mi bicicleta. Un día, en medio camino me pasa un cassete. Era de fábrica pero el estilo era el más pirata del momento, parecía producido a la vuelta de la esquina y la carátula era fondo blanco y en letras negras se garabateaba Náuseas de fin de siglo – Santiago Feliú. Este sí me lo podía prestar. Conocía a Santiago de su primer disco, Vida, que lo tenía de vinilo, pero este era otra cosa. De principio no entendí nada, después, de repetirlo, me entró la letra. No era la dicción del trovador, sino mi oído. Era un disco muy diferente.

Santiago estaba cantando ahora en un modo mucho más rockero y mucho más crudo. Y las letras de ese disco parecían estar describiendo poéticamente el momento. Si para muchos, Como los peces de Carlos Varela fue también un reflejo del día a día, Náuseas de fin de siglo me parecía impactante, directo, potente. La manera en que Santiago hablaba del amor y la vida en medio de toda la cochambre existencial que era el Período Especial me lo hacía intensamente cercano a nosotros, a la Universidad, a la gente que en medio de tanta decepción y lucha impotente y continuada no dejaba de amar, sentir, soñar. Ese tipo que yo estaba oyendo estaba cantando como si estuviese exactamente al lado mío, lograba combinar esas ganas de vivir propias del estudiante joven con los tiempos que dejaban latigazos en la espalda de la Patria y de su gente. Ese cassette dio tres mil vueltas en mi grabadora vieja y aunque Santiago después hizo otras canciones mejores, siempre quedó aquel que tan fuerte definió lo que se vivía con una poesía cruda que no se entregaba al facilismo con el que hubiese ganado adeptos rápidamente como se ganan en temporadas de masivos descontentos. Era un intransigente y un rebelde incluso consigo mismo, capaz de tejer con agujetas lo bello aún en condiciones tan complejas para crear y para que su público pudiera también escucharlo en el final de un siglo que se estaba yendo amargo y descortés .

Santiago murió de un infarto un día después que yo cumplí 40 años. Me quedo con un recuerdo muy grato de él y de su obra. Siempre que lo vi en mi ciudad, lo vi auténtico, real. No había gestos para el show. Me impresionaba su sinceridad en escena, sin formalismos, sin esperar nada, libre de convencionalismos si es que hay otro modo mejor de ser libre que no ese. Le daba tres pitos el mercado. Como una broma de niños tomaba el que Joaquín Sabina le robara una música un día y al otro se apareciera con la letra y al final la canción pareciera más de él que del catalán. Fito Páez afirma que Santiago es uno de los artistas de música popular más importantes de América y aunque Sabina es enemigo íntimo del argentino uso su gesto de cachorro como prueba: Sabina no le hace letras a cualquiera, no anda por ahí regalando temas por la libre y al por mayor.

Con su partida se fue el que mejor mezclaba el rock con la letra inteligente, se fue un modo único de tocar la guitarra en Cuba, se fue el zurdo, el desgarbado. Se fue el del piano tímido, el de la armónica y el folk. Sin él la historia de la trova en este país esta asquerosamente incompleta como a partir de este febrero asquerosamente incompleta está también la vida a la que le cantó sin descanso a lo largo y ancho de su genial discografía.

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Otra vez de naranja

27 jueves Jun 2013

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amanda, amigos, béisbol, papá, recuerdos, universidad, villa clara

Almacén

De aquí sacamos los papelitos

Y vino un jonrón con bases llenas que tuvo mucho más significado que las cuatro empujadas que traía encima. Hasta ese momento estuve en mi casa. Me vestí y me fui para el estadio aunque mi familia decía que era por gusto, que no iba a poder entrar. Atravesé la puerta final de la banda del right field bajo la mirada de un policía de tránsito con su moto y subí hasta el tope para pararme allá arriba porque no había donde me pudiese sentar. Cuando yo era niño, mi papá me llevaba al estadio y recuerdo que las primeras veces siempre era para ese lugar porque es donde menos pelotas caen, según fui creciendo me cambió de posición hasta que iba solo y escogí la que más me gustaba pero mis primeros recuerdos en el Augusto César Sandino de mi ciudad son al final de la grada de la parte derecha. Y allí estaba cuando nuestro equipo ganó después de 18 años de espera.

Yo estaba en 3er año de la carrera de arquitectura la última vez que esto pasó y algo conté ya de aquel grupo de muchachos que vivió los comienzos de la vida universitaria precisamente con tres campeonatos seguidos. Los recordé mucho en ese momento del último out, casi todos fuera de Cuba, otros fuera de la ciudad. Solo quedaba yo para ir a presenciar un triunfo que me que me hizo recordar tantas amistades, momentos tan buenos en tiempos tan grises como lo fue el trienio 1992-1995.

Como era de esperar, la gente se lanzó al terreno, las gradas fueron quedando más vacías y entonces se me ocurrió algo. Poco a poco fui abriéndome paso desde lo más alto y lejos y caminé entre los que quedaban. Me demoré porque aún había mucho público y el tramo era largo, pero ya tenía un propósito. Realmente yo no iba a ir al estadio ese día pero cuando hubo una diferencia apreciable pensé que quizás después de 18 años alguno de mis amigos lejanos me llamaba al teléfono en estos días –nunca me han llamado ni se saben el número, pero bueno, así es uno cuando quiere ponerse sentimental piensa hasta en lo imposible e improbable– y me iba a preguntar si yo había estado allá. No podría decir que no. Fui por ellos y por la nostalgia que hay que saber tragarse y moldear para convertirla en un suspiro. Y si bien ya podía decirles que estuve cuando ganamos, quería mejorar eso y me puse en movimiento a través de la gente. Cuando entregaron el trofeo ya yo había llegado al pórtico entre la 3ra y la  4ta viga de la parte de primera base y al espacio entre el 6to y el 8vo escalón. Esas coordenadas eran las mismas que ocupábamos y donde alguna vez estuve con acrílico naranja en la cara y una jaba de papelitos cortados a tijera gritando por un título ya en un recuerdo añejo.

En diciembre pasado mi sobrina hizo las pruebas de aptitud, las aprobó y le llegó arquitectura. Yo la acompañé el día del examen a la facultad y antes de llegar hice la foto que está arriba. Ella me preguntó por qué me interesaba aquella casita deslucida. Difícil imaginar que tuviese que ver aquella estampa con otra de tanta felicidad pasada y con este presente de campeones.

Lenin fue al estadio – El Café de Nicanor – 19 de enero 2012

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Un déja vu deportivo

02 jueves Feb 2012

Posted by camarero in me pasó

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balón, fútbol, preuniversitario, universidad

Era el primer día de 10mo grado.

Pertenecíamos a un pre de ciencias exactas becado en el campo, de esos típicos que son dos bloques, uno docente y uno de dormitorio, unidos por un pasillo aéreo. Se trataba de un preuniversitario con un régimen de disciplina estricto donde no era nada bueno dárselas de “destacado” y eso todos lo teníamos muy claro. Las clases habían terminado en el estreno y bajé en short y pullover a las áreas deportivas a ver qué encontraba para hacer. No pasé por la cátedra de educación física donde prestaban pelotas de varios deportes para la recreación porque nunca he sido muy abierto comunicativamente y preferí unirme a un grupo que jugaba con una pelota ya pedida. Las áreas deportivas quedaban detrás de la escuela, habían dos canchas de baloncesto, dos de volley, un gimnasio a medio terminar y una pista. En las zonas más cercanas a la escuela habían unos bancos y la iluminación era basada en esas luminarias muy conocidas en la Cuba de los 80 y 90 que eran unos faroles con base de hormigón, poste de hierro de unos 3 metros y un invertido cilindro trunco de cristal que cubría la lámpara. Nadie se conocía, solamente existían tímidos vínculos por ser algunos del mismo municipio o por haber coincidido en alguna competencia docente alguna vez, como el caso del post anterior. Las afinidades comenzaban entonces a descubrirse e identificarse.

Yo lo conocía precisamente por experiencias de ese tipo. No sabía ni a qué escuela de mi ciudad pertenecía. Nos veíamos solamente cuando había un concurso municipal y provincial, intercambiábamos criterios y cada cual cogía su rumbo. Se trataba de un tipo de piel blanca, bajo de estatura, peladito bajito, ojos azules, inseparable de sus espejuelos y que cuando vestía normalmente no tenía nada que ver con el mundo deportivo. Imagínenlo entonces vestido con short y pullover para “hacer deporte”. Pues aquel personaje se aparece allí, nada más y nada menos que con una pelota de volley en sus manos. Después nos contó que él buscaba una de fútbol, pero se habían acabado y aceptó otra. Como llegó un poco tarde, ya todo el mundo estaba asociado a algún grupo y él no tenía a nadie para compartir su pelota y tampoco iba a regresarse a devolverla para luego unirse a un conglomerado social, eso hubiera significado un gran problema comunicacional y de relaciones para un primer día de clases en aquel lugar. Así que mi futuro amigo, en ese momento solamente alguien que conocía de vista, no tenía otra alternativa que jugar solo y demostrar su experiencia en el mundo del ejercicio físico. Tomó la pelota de volley entre sus manos, extendió los brazos hacia delante, la dejó caer y le soltó un soberbio puntapié. La pelota voló violentamente contra un farol de los antes descritos y lo golpeó bruscamente. El cristal milagrosamente no se quebró a pesar de haber recibido un esplendoroso balonazo. La pelota no había tocado el piso y ya la atención de toda la escuela estaba en él, que conservaba todavía sus manos extendidas hacia delante. Hubo risas aisladas, porque nadie lo conocía y nadie sabía lo que podía pasar debido al reglamento estricto del centro. Por suerte para él, ningún profesor lo supo y el hecho no tuvo otra relevancia que ver a un tipo blanco ponerse todavía más blanco. Luego, cuando el curso avanzó, varias veces le recordábamos el momento y así aprovechábamos para poder reírnos abiertamente como aquel día, por precaución, nadie lo hizo.

Era el primer día de la universidad.

Las clases habían terminado en la mañana y por la tarde teníamos educación física, pero era a media tarde y estábamos en mediodía. Así que decidimos ir al gimnasio a matar el tiempo deportivamente. Me acompañaban amigos del preuniversitario que como yo habían pasado “directo” a la Universidad, lo que significaba no intercalar el servicio militar entre el preuniversitario y la carrera alcanzada. El gimnasio era un bello edificio, con grandes paredes de hormigón y a una altura como de 5 metros estas paredes continuaban con una cristalería de persianas miami hasta donde empezaba la cubierta. Al lado estaban las taquillas y unos baños muy amplios. Fuimos y nos cambiamos de ropa. Alguien nos dijo que dentro del gimnasio había un local donde prestaban pelotas de diferentes deportes. Íbamos con ese ánimo y cerca ya de la puerta que nos llevaba al tabloncillo de basket cuando sentimos un estruendo y al mirar hacia arriba vimos caer rota la cristalería por una pelota que las había golpeado desde el interior del gimnasio. Pedazos de persianas cayeron hacia la acera exterior haciendo un ruido tremendo pero la bola había rebotado nuevamente hacia adentro. Mas bien tranquilos porque nadie podría echarnos la culpa pues estábamos fuera aún cuando todo sucedió, llegamos a la entrada y miramos curiosos hacia dentro para ver quién o quienes habían sido los desafortunados que habían roto la cristalería del gimnasio precisamente el primer día de clases de la Universidad. Aquello parecía una escena surrealista. Nosotros éramos todos del mismo preuniversitario y en medio de los cristales rotos que habían caído hacia dentro también junto a la pelota, estaba él, con su pinta de intelectual, pelado bajito, ojos azules y más pálido de lo normal. En sus manos, la pelota, que al caer había venido directamente hacia sus manos. Recuerdo que habían otras personas allí, pero solamente él entendió la exclamación que espontáneamente salió de nuestro grupo, antes de morirnos de risa: ¡Pero tú otra vez! Luego nos contó que estaba pateando contra la pared y que un rebote le quedó, según sus palabras textuales, como una tentación para hacer un gran despeje de puerta, refiriéndose al mundo del fútbol, evidentemente. Bueno, pues terminó despejando un déja vu.

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Lenin fue al estadio

19 jueves Ene 2012

Posted by camarero in me pasó

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amigos, béisbol, cuba, estadio sandino, universidad

Entré en una librería hace unos días y estaba revisando los estantes cuando mi vista chocó con algunos tomos de las Obras Completas de Vladimir Ilich Lenin. Tomé uno en mis manos rápidamente y me sonreí. Lo hice como aquel que encuentra un libro hace rato añorado y tropieza de pronto con él, pero realmente lo hice como quien encuentra un objeto que lo remite a un pasado feliz y entonces lo revive mentalmente. El tomo era el número 53, lo abrí en cualquier lugar, pasé sus hojas, me sonreí y lo llevé al estante otra vez. Tengo que contar esto en mi blog, me dije.

Yo era estudiante universitario cuando aquello. Fueron tiempos de mucha rivalidad entre tres equipos de nuestro deporte nacional que tenían en aquel momento grande figuras. Estaba Santiago de Cuba con Pacheco, Kindelán, Pierre y el zurdo Fausto Álvarez. Los Leones de Industriales con Vargas, Javier y la combinación increíble de Germán y Padilla, con el Duke Hernández como primera figura de su staff de lanzadores. Villa Clara contaba con veteranos como Víctor Mesa, Amado Zamora, Acebey, Machado y Eddy Rojas y figuras jóvenes como Paret, Jorge Luis Toca, Jorge Diaz y Ángel López. Nuestro primer lanzador era uno de los mejores de Cuba: Rolando Arrojo. Dirigía nuestro equipo el estelar extorpedero Pedro Jova. Fueron años de play off muy disputados donde al final Villa Clara fue campeón tres veces consecutivas, en los años del 93 al 95. El nivel era muy alto en comparación con el actual. No recuerdo exactamente en cuál de las tres comenzó esta anécdota, pero sé que fuimos juntos al estadio desde la primera serie que se ganó. Quizás ahí fuimos madurando ya algunas de estas cosas que ahora contaré.

Resulta que influenciados por el fútbol, se nos empezaron a ocurrir iniciativas y una eran los confetis. Así le decíamos a los papelitos que generalmente se ven en Latinoamérica volando por miles entre la multitud. Buscamos papel, cortamos unos confetis, y nos fuimos muy alegres para el estadio. Eran tres o cuatro jabitas plásticas, lo que en Cuba todo el mundo conoce por javitas de shopping, llenas de papeles picaditos, más o menos de 2 x 1 centímetros. Nosotros éramos 5 ó 6 amigos. En el primer inning, nuestro equipo embasa jugadores y cogimos cada uno un puñado de papelitos, expectantes. ¡Pam! ¡Tabla a los jardines! ¡Entraron dos carreras! ¡Tiramos papelitos! ¡Tremenda locura! Resultado: nos quedamos sin papelitos en el mismo primer inning. Era muy poco. Fuimos ampliando esa cantidad progresivamente hasta llegar a sacos de papelitos. Digo la verdad: sacos de nylon blanco de arroz llenos de papelitos picados. Lo picábamos todo, cualquier cosa de nuestras casas, revistas, periódicos, todo lo que encontráramos y pudiésemos donar por el bien de nuestro pasatiempo beisbolero. Ya para ese momento sabíamos que los papelitos se veían desde todo el estadio y la gente empezó a conocernos.

Hubo un punto en que se nos hizo difícil picar sacos de papelitos para todos los juegos, además, había mucha rivalidad y Villa Clara tenía que batirse duro con Santiago para hacerlo después con Pinar o Industriales. Eran muchos partidos. No teníamos ni tiempo ni material para picar. Alguien propuso una idea ecologista: ¡reciclar los papelitos! Al finalizar los juegos, nos quedábamos en el estadio y recogíamos lo que se podía recoger, no era mucho, pero era algo. Nos fuimos haciendo famosos en la grada y llevábamos además de los papelitos, carteles y muñecos y nos pintábamos la cara de anaranjado, el color de nuestro equipo. Llegó a tal punto la confianza con los que nos rodeaban que una vez conseguimos en la facultad un pomo de acrílico anaranjado y uno de nosotros se paró en la puerta del estadio que daba a nuestra grada y a cada persona que entraba le pintaba dos líneas debajo de cada ojo. En medio del juego veías a alguien lejísimo que viraba la cara y tenía las líneas de nuestro acrílico. Y sucedía también que se acercaba un aficionado entre la gente, de bien lejos, para pintarse la cara con nosotros. Aquí quisiera acotar que en nuestra Serie Nacional de pelota hay pocos equipos con colores tradicionales que hayan perdurado en el tiempo y ninguno tiene uno tan particular como el Villa Clara: anaranjado. Los demás son colores digamos “lógicos”: azules, rojos, verdes. Pero ninguno como el nuestro.

Volviendo al tema. Quizás la muestra más real de a dónde llegó nuestra empatía con la gente es que hubo un momento en que lanzábamos los papelitos en un momento emotivo del juego y cuando las cosas se calmaban, uno de los nuestros se ponía de pie y gritaba: ¡A recoger papelitos! Y la gente de gradas más abajo los recogían, hacían una cadena y nos los retornaban de mano en mano y estos llegaban otra vez a nosotros para ser lanzados nuevamente. Esto ayudó mucho en nuestra empresa de disponer siempre de una reserva de papelitos. Para mí aquello ya fue el colmo. Les hablo de un estadio absolutamente repleto, con los pasillos llenos con gente que veía los juegos de pie y en las gradas estabas muy apretado a la gente de tus lados pues aquello no daba más, y la gente se ponía de pie y en medio de tan poco espacio se agachaban para recoger los papelitos y luego pasarlos de mano en mano hacia arriba para que nosotros los lanzáramos otra vez. No sé si logre transmitir al contarlo toda la alegría y la simpatía de momentos como estos, temo no poder hacerlo pero realmente quiero escribir sobre aquellos años pues fueron momentos muy felices a pesar que Cuba vivía una dura crisis económica.

Un día, de regreso de la facultad a la parada de la guagua, uno de nosotros quiso orinar y se metió en unas aulas media en ruinas que estaban al lado del camino. Estábamos esperándolo cuando nos llamó porque había encontrado algo interesante. Había empujado una puerta de aquellas aulas y se había encontrado con que casi la mitad de ella estaba llena de libros de las Obras Completas de Lenin. ¡Eran montañas de libros! Aquellas aulas estaban, como dije ya, cerca del camino que llevaba a la parada de la guagua y estaban dentro de unos árboles, en un área verde abandonada, con techos destruidos y carpintería desaparecida, pero nunca nos había dado por mirar dentro. Al parecer, fueron alguna vez un antiguo almacén que quedó en desuso. Pues todos los días, al regreso, los seis llegábamos al almacén y llenábamos los maletines de libros de Lenin y partíamos además para la parada cada uno con un ladrillo de aquello en las manos. Imagínense el cuadro de seis tipos, por una acera estrecha, en fila india, llegando a una parada de guagua, generalmente llena de gente. Y eso era diariamente y muchas veces coincidíamos con las mismas personas y nosotros allí, “metiendo pa’” cuadro de película surrealista, apareciendo uno detrás del otro con un libro de Vladimir Ilich Lenin en las manos. Los vuelvo a remitir al momento histórico: Cuba de mediados de los años 90, durísima crisis económica, las paradas de la Universidad llenas de personas pues escaseaba notablemente el transporte, días de muchas incertidumbres para todos los cubanos. Había caído la Unión Soviética, el bloqueo estadounidense se arreciaba con las leyes Helms-Burton y Torricelli y en medio de aquel panorama, aparecernos nosotros con aquellos macutos en las manos. Bueno, pues gracias al camarada pudimos continuar con nuestra iniciativa de papelitos en el estadio. Como llegábamos como 6 horas antes, nos llevábamos algunos libros para picarlos allí mismo en las gradas pero ya hechos tiritas, para evitar problemas. Así que toparme en la librería hace unos días atrás con el tomo 53, me hizo remitirme inmediatamente a estos momentos y me disculpan los que vean un sacrilegio en nuestros actos con Lenin y la base material de estudio, no puedo evitar recordar, sonreírme y ser feliz.

Aquella etapa tuvo también un triste final. Uno de mis amigos se llamaba Roberto Alonso. Quizás mi compañero mozambicano de carrera que comenta en mi blog, Novela Albinu, lo recuerde. Era un tipo muy original, muy simpático, de esos que te dicen “parece que va a llover” y te ríes por lo cómico que lo dice. Varias veces él estaba hablando algo serio y nosotros nos reíamos y él preguntaba de qué. Y es que el humor en él era natural y ni él mismo se daba cuenta. Estar en su compañía era reírse todo el tiempo y era una persona muy querida. Por cosas del azar, a Roberto le cayó encima una salida para Estados Unidos que él no esperaba, con toda su familia. Y estuvo con nosotros hasta el último día, compartiendo. Para él fue todo muy confuso pues no esperaba emigrar y de pronto se veía saliendo del país y de un modo bastante inmediato.

En 1995, Villa Clara ganó su tercer campeonato de pelota consecutivo y Roberto estaba a punto de irse ya. Y el final fue en el estadio de tantas alegrías y Roberto no quería moverser de la grada, ya casi todo el mundo se había ido a celebrar afuera, toda esa explosión que sigue a la victoria había pasado y él seguía de pie en la grada, sin caminar.

– Dale, Roberto, vamos – le dijimos.

Nunca olvidaré sus palabras.

– Espérense un momentico, que esto yo no lo voy a volver a ver nunca más – respondió.

Eso fue hace ya 16 años. Tampoco nosotros lo hemos vuelto a ver porque desde que Roberto se fue y mi universidad se terminó, nuestro equipo anaranjado no ha ganado otra Serie Nacional. Tampoco supe nada más de él, sólo que entró por Denver y luego se fue a vivir a Miami. No sé qué tipo de gente será en este momento, ni sé si nos recuerde. Yo siempre digo que es la persona más simpática que he conocido en mi vida y su emigración fue el principio de un fin de años felices de carrera universitaria. El día que Villa Clara sea nuevamente campeón, su recuerdo y el de todos mis amigos estará conmigo en ese estadio pues soy el único que queda en esa grada. Todos los demás, por una u otra razón, ya no están. Incluyendo a Lenin.

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