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cuba, período especial, poesía, santiago feliú, trova, universidad
Entré en la Universidad a estudiar arquitectura en 1992 y terminé en 1997. Fueron esos los años más duros de la crisis económica pero nunca dejaron de ser años especiales de buenos recuerdos que viví y recuerdo con tierna y dulce intensidad. Las carencias eran increíbles, varias veces fuimos colgados de una guagua para regresar después caminando los ocho kilómetros que nos separaban de la ciudad porque no había en qué volver. Podías dormir en medio de la carretera, no había gasolina, no habían carros. No había nada. Lleva a tu cabeza lo que quieras, eso que estás pensando, no había.
Asistir a clases era un martirio que partía de la malísima alimentación del momento pasando por los incalificables apagones que nos hacían trabajar toda la madrugada para al amanecer partir al aula de conferencias. Alumnos y profesores competíamos en delgadez y ropa modesta, éramos el reflejo del maltrato material y espiritual del momento que nos envolvía. Dejamos de hacer maquetas porque no había ni cartón ni pegamento, cosas tan básicas no existían. La misma ropa y zapatos de clases era muchas veces la misma de educación física o trabajo social en el campo. Todo carecía de su valor original porque todo, como dije ya, era algo que no había. Estábamos nosotros y de milagro.
En uno de mis cumpleaños vino mi amigo Ernesto Gabriel con un cassette a traerme un regalo. Silvio acababa de lanzar su disco homónimo, en que volvía a la guitarra como único acompañante y a mí me gustaba mucho una canción en especial que había escuchado por radio. Yo tenía una grabadora que amplificaba con un tareco viejo de la desmoronada Checoslovaquia que vomitaba por un solo bafle escandaloso e incómodamente vibrante. El socio llegó con un poco de alcohol para tomar y nos sentamos en el portal a escuchar a Silvejo, como le decíamos. Oye, ¡Quién fuera! está ahí, verdad. No, no está, no sé por qué parece que el disco está incompleto. Ah, carajo, qué casualidad. Seguimos hablando y disfrutando yo aquel regalo que era en sí una pintura mural de la época. Parece quizás algo muy espiritual de parte de mi compañero de carrera, pero no sería objetivo desligarlo de la crueldad de la mitad de los 90 en Cuba. ¿Qué carajo me iba a regalar? ¿Con qué dinero? No había ninguna de las dos cosas: ni nada para regalar ni dinero suficiente para comprarlo si es que aparecía. Entonces, después de nueve canciones, empezaron unos acordes que yo conocía y el otro empezó a reírse. ¡Coño, maricón! ¡Me dijiste que no estaba! Y empezó a sonar su regalo de cumpleaños de algo más de cinco minutos. Al final, cuando se acabó la cinta y el venenito alcohólico, se fue. Tenía que devolver el cassette que le habían prestado solo para esa tarde. ¿De dónde iba a sacar uno para grabar el disco y regalármelo? Eso estaba fuera de toda posibilidad, lo único que podía hacer era compartir conmigo el oírlo y llevarlo de vuelta. Así eran aquellos tiempos de irracionales, complicados, crueles como dije ya.
En tercer año un trencito vino a aliviar un poco la aventura de ir y regresar a la Universidad Central Marta Abreu de las Villas. Ernesto vivía cerca de la estación y yo dejaba allá mi bicicleta. Un día, en medio camino me pasa un cassete. Era de fábrica pero el estilo era el más pirata del momento, parecía producido a la vuelta de la esquina y la carátula era fondo blanco y en letras negras se garabateaba Náuseas de fin de siglo – Santiago Feliú. Este sí me lo podía prestar. Conocía a Santiago de su primer disco, Vida, que lo tenía de vinilo, pero este era otra cosa. De principio no entendí nada, después, de repetirlo, me entró la letra. No era la dicción del trovador, sino mi oído. Era un disco muy diferente.
Santiago estaba cantando ahora en un modo mucho más rockero y mucho más crudo. Y las letras de ese disco parecían estar describiendo poéticamente el momento. Si para muchos, Como los peces de Carlos Varela fue también un reflejo del día a día, Náuseas de fin de siglo me parecía impactante, directo, potente. La manera en que Santiago hablaba del amor y la vida en medio de toda la cochambre existencial que era el Período Especial me lo hacía intensamente cercano a nosotros, a la Universidad, a la gente que en medio de tanta decepción y lucha impotente y continuada no dejaba de amar, sentir, soñar. Ese tipo que yo estaba oyendo estaba cantando como si estuviese exactamente al lado mío, lograba combinar esas ganas de vivir propias del estudiante joven con los tiempos que dejaban latigazos en la espalda de la Patria y de su gente. Ese cassette dio tres mil vueltas en mi grabadora vieja y aunque Santiago después hizo otras canciones mejores, siempre quedó aquel que tan fuerte definió lo que se vivía con una poesía cruda que no se entregaba al facilismo con el que hubiese ganado adeptos rápidamente como se ganan en temporadas de masivos descontentos. Era un intransigente y un rebelde incluso consigo mismo, capaz de tejer con agujetas lo bello aún en condiciones tan complejas para crear y para que su público pudiera también escucharlo en el final de un siglo que se estaba yendo amargo y descortés .
Santiago murió de un infarto un día después que yo cumplí 40 años. Me quedo con un recuerdo muy grato de él y de su obra. Siempre que lo vi en mi ciudad, lo vi auténtico, real. No había gestos para el show. Me impresionaba su sinceridad en escena, sin formalismos, sin esperar nada, libre de convencionalismos si es que hay otro modo mejor de ser libre que no ese. Le daba tres pitos el mercado. Como una broma de niños tomaba el que Joaquín Sabina le robara una música un día y al otro se apareciera con la letra y al final la canción pareciera más de él que del catalán. Fito Páez afirma que Santiago es uno de los artistas de música popular más importantes de América y aunque Sabina es enemigo íntimo del argentino uso su gesto de cachorro como prueba: Sabina no le hace letras a cualquiera, no anda por ahí regalando temas por la libre y al por mayor.
Con su partida se fue el que mejor mezclaba el rock con la letra inteligente, se fue un modo único de tocar la guitarra en Cuba, se fue el zurdo, el desgarbado. Se fue el del piano tímido, el de la armónica y el folk. Sin él la historia de la trova en este país esta asquerosamente incompleta como a partir de este febrero asquerosamente incompleta está también la vida a la que le cantó sin descanso a lo largo y ancho de su genial discografía.